Muchas veces, en nuestra profesión, los abogados nos vemos en la necesidad de hacer de psicólogos o confesores de nuestros clientes. Hoy ha sido un día de esos. Ha venido a verme un cliente muy peculiar. A pesar de llevarle un asunto (me lo pasó el titular del despacho), no lo había visto nunca antes.
Ha llegado a media tarde con cara de pocos amigos (parece que encargó el asunto al titular hace ya más de un año y no había tenido noticias). Hemos empezado a comentar cómo está el tema y los pasos que deberán seguirse. Hablaba mal, intercalando muchas palabras malsonantes, de los abogados, de los jueces, de los políticos (en esto coincido con él), de los militares y de gente concreta.
Poco a poco -soy incapaz de explicar cómo- hemos ido cogiendo cierta confianza y me ha contado muchas cosas. Ha llegado incluso a sonreír explicándome algunos pasajes de su vida. Entre otras cosas me ha contado cómo estuvo a punto de morir tras una operación (estuvo 11 días en coma), en varios accidentes de circulación, haciendo el servicio militar (pasó la mayoría del tiempo arrestado o aislado en una casa en la que no había nadie más), etc.
Actualmente tiene 67 años y ha pasado muchas penas a lo largo de su existencia. Se fue de casa -harto de su madre- cuando tenía 14 años y pasó su primera noche durmiendo en un banco en la calle. Cuando consiguió tener su propio taller, fue llamado a filas y lo tuvo que cerrar (después volvió a empezar desde cero), tuvo un empleado que le hacía la vida imposible, llegando incluso a intentar matarlo. Su mujer fue atropellada por un camión y aunque sobrevivió, quedó en mal estado, con secuelas físicas y, lo más grave, psíquicas. Eso, y un desgraciado procedimiento judicial que determinó que no tenía derecho a indemnización alguna, no lo ha superado.
A medida que avanzaba el tiempo y me contaba más cosas, se le veía más animado. Es verdad que yo le daba pie a que me contara más cosas, pero sobre todo tenía más confianza y, no sé por qué, daba la sensación de que se estaba desahogando.
Como suele pasar en estos casos, llegó un momento de la conversación en la que dejó de esconderse tras esa careta de hombre duro, huraño y con un difícil carácter. Ya le daba igual mostrarse tal como en realidad es y empezaba a enseñar su interior.
Al final le he preguntado si ese haberse salvado en más de una ocasión de una muerte segura no le hacía pensar en algo más trascendental. La primera respuesta, muy rápida, ha sido decirme que él no cree en nada. Después, algo más pausado, me ha dicho que bueno, que cree que no cree en nada. Le he dicho que yo sí que creo, que si no hay un más allá, esta vida no tiene ningún sentido y que estoy convencido de que él ha tenido muchas oportunidades. Se ha quedado pensativo y me ha dicho que no sabe, quizá sí.
Después de 2 horas de conversación se ha ido. Entonces yo me he quedado pensativo. Cada vida, la tuya y la mía tiene un sentido que sólo seremos capaces de entender en clave de eternidad.
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